Un instante de debilidad que jamás podré borrar

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Sinopsis

Un instante de debilidad, una línea que nunca debió cruzarse, y una confesión que lo cambió todo. En “Un instante de debilidad que jamás podré borrar”, una mujer enfrenta el peso de una traición que destruyó el amor más puro de su vida. Un triángulo de emociones intensas, arrepentimiento y secretos que no podrás dejar de ver. ¿Hasta dónde puede llegar el daño de un error? Descúbrelo en esta impactante historia llena de amor, culpa y redención.


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https://youtu.be/8JYV4L9BNrU

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Desde el principio supe que esta confesión no tendría redención. La traición, aunque efímera, dejó una marca que nunca podré borrar. Pero si voy a contar esta historia, debo empezar por el amor, porque, en un tiempo, eso fue lo único que existía entre nosotros.

Julián y yo éramos la definición de una pareja sólida. Su risa era mi refugio, sus abrazos mi hogar. Cuando me miraba, sentía que el mundo podía caer, pero mientras él estuviera ahí, todo estaría bien. Soñábamos juntos: un pequeño departamento, viajes que nunca habíamos hecho, una vida compartida construida con pequeños ladrillos de confianza. Pero ahora, mirando atrás, me doy cuenta de lo frágil que era todo.

La llegada de Samuel fue un terremoto inesperado. Mi primo había pasado años fuera, persiguiendo sueños en ciudades distantes, y cuando regresó, lo hizo con historias fascinantes y una energía que cautivaba. Nuestra conexión siempre había sido cercana; crecimos juntos, compartimos juegos, secretos de niñez, y esos recuerdos ahora parecían envolvernos en una burbuja de complicidad.

Una noche de septiembre, durante una reunión familiar, las cosas se desmoronaron. Julián no había podido asistir porque estaba trabajando hasta tarde. Samuel y yo terminamos en la terraza, alejados del bullicio. Hablábamos de todo y de nada, como si el tiempo no hubiera pasado.

—¿Te acuerdas de aquella vez que nos perdimos en el bosque? —preguntó Samuel con una sonrisa ladeada.

—Sí, y tú insististe en que sabías el camino. Acabamos llorando los dos —reí, tratando de ignorar cómo su mirada se clavaba en la mía.

—Eras mi mejor amiga —dijo, y su tono cambió.

Esas palabras cayeron como una piedra en el agua, creando ondas que no pude detener. Quizá fue el vino, o tal vez el vacío que había empezado a sentir con Julián en las últimas semanas. Samuel tomó mi mano; fue un gesto simple, pero el calor de su piel contra la mía encendió algo que nunca debió prenderse. Y luego fue el beso. Apenas un instante, robado, lleno de confusión y culpa.

Me aparté de inmediato, el corazón golpeando en mi pecho como un tambor de guerra. No dijimos nada. Bajé la mirada y regresé al interior de la casa. Samuel se quedó afuera, pero luego aprovecharía la oportunidad para lograr algo más.

Cuando me fui a marchar, mi primo Samuel se ofreció a llevarme a casa, y así fue. En un momento dado, en un lugar apartado y solitario, Samuel detuvo el auto.


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—¿Por qué no admites que siempre quisimos esto? ¿Por qué lo evitas?
—¡Si no te das cuenta, tengo esposo! ¡No es correcto!

Fue tanta su insistencia y tan débil mi voluntad que terminé cediendo a tan inevitable tentación… Fue como si mi mente abandonara mi cuerpo, dejando espacio para los instintos más oscuros. Esa noche, en su auto, cruzamos una línea que no podía deshacerse. Lo que tanto habíamos reprimido desde hace años finalmente se desbordó. Pero ese instante de debilidad sería el principio del dolor más profundo de mi vida.

Cuando volví a casa, Julián dormía en el sofá. Me quedé mirándolo, su rostro tranquilo, los labios entreabiertos. Quise llorar, gritar, confesarme, pero no lo hice. En su lugar, fui al baño, me miré al espejo y me prometí que ese error nunca se repetiría.

Los días siguientes fueron un infierno. Mi culpa era un peso constante, un murmullo que no podía acallar. Evitaba los ojos de Julián, sus preguntas sobre por qué estaba tan distraída, sus intentos de acercarse. Él lo notó, claro que lo hizo.

Una noche, mientras cenábamos, me lo soltó de golpe.

—¿Hay algo que no me estás diciendo? —preguntó, su voz calmada, pero con un filo que me cortó por dentro.

—¿Qué? No, claro que no —mentí, evitando su mirada.

—Mírame, por favor —insistió, y cuando lo hice, vi el dolor en sus ojos—. Si hay alguien más, dímelo. Prefiero la verdad a que me sigas tratando como si fuera un idiota.

En ese momento, mi mundo se vino abajo. Las palabras salieron entrecortadas, envueltas en lágrimas.

—Fue un error. Fue una vez. Con Samuel. Yo… no sé qué me pasó.

El silencio que siguió fue peor que cualquier grito. Julián se levantó de la mesa, caminó hacia la ventana y se quedó allí, de espaldas a mí.

—¡Con Samuel! —espetó finalmente, su voz temblando de rabia y tristeza—. ¿Cómo pudiste?

—No significa nada, Julián, te lo juro. Te amo.

—¿No significa nada? —replicó, girándose hacia mí. Sus ojos estaban llenos de lágrimas—. Para mí lo significa todo. ¡Tú eras mi todo!

Traté de acercarme, pero él levantó una mano, marcando la distancia. Esa noche se fue de casa. No hubo insultos, no hubo golpes, solo el eco de una puerta cerrándose tras de sí.

Las semanas que siguieron fueron un torbellino de silencio y arrepentimiento. Traté de buscarlo, de explicarle, pero él se había encerrado en su propio dolor. Y yo, por primera vez en mucho tiempo, tuve que enfrentarme a mí misma.

No sé si algún día podré perdonarme. Julián merecía algo mejor, y ahora me doy cuenta de que también yo merezco ser honesta conmigo misma, aunque eso signifique aceptar que destruí lo que más amaba por un instante de debilidad.

Quizá, en algún momento, ambos encontremos paz. Pero por ahora, esta es mi carga, mi historia, y mi castigo.


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